Inicio Cultura Hiroshige, cincuenta y tres estaciones de posta (1/2)

Hiroshige, cincuenta y tres estaciones de posta (1/2)

59
0

japonismo.jpgPocos meses después del estallido de la Comuna en París, llegó a los ambientes artísticos franceses una nueva moda: el gusto por lo japonés, por las expresiones de un país hermético a quien el comodoro Matthew Perry, al frente de una flota de guerra norteamericana, había obligado a abrir sus puertos al mundo. Esa moda se bautizó como japonismo (nombre que, al parecer, debemos a un olvidado novelista y miembro de la Academia Francesa, Jules Claretie, aunque hay estudiosos que sostienen que el término se debe a Baudelaire, o a Zola), y se interesaba por el peculiar arte japonés pero también por la vida y las costumbres de aquel lejano país, aunque, de hecho, desde inicios de la década de los sesenta habían empezado ya a circular por París algunas reproducciones y estampas de grabadores japoneses. La novedad alcanzó también a Londres, aunque sabemos que, ya en el siglo XVIII, habían llegado estampas japonesas a Europa. Cuando prende la nueva moda, había transcurrido poco más de tres lustros desde la imposición por Perry del Tratado de Kanagawa al Japón, en 1854, que acabó con el aislamiento nipón, o sakoku, que había durado dos siglos. A partir de ese momento, se inicia la recepción y el descubrimiento en Europa de una sofisticada y sutil tradición artística que iba a influir de manera determinante en el arte europeo, como había ocurrido con las chinoiseries, cuya aparición en Europa se remontaba al siglo XVII.

En esos años sesenta del siglo XIX, algunos pintores que después confluirían en el impresionismo se mostraron interesados en las estampas japonesas que empezaban a ser reproducidas, y los nombres de Utamaro y Hokusai disfrutan de una cierta popularidad, aunque apenas en los círculos restringidos del arte y de la burguesía desocupada. Manet, Renoir, Degas, Monet (que coleccionaba estampas japonesas), Van Gogh, Pissarro, Gauguin y otros pintores, mostraron gran interés por las técnicas artísticas japonesas y por las estampas y ukiyo-e que se imprimen y reproducen. La Exposición Universal de París de 1867, impulsada por Napoleón III para mayor gloria de su II Imperio, acogió un Pabellón japonés que contribuyó también a la popularidad del japonismo.

Además, Siegfried Bing (un activo marchante alemán establecido en París, coleccionista de arte chino y japonés que llegó a disponer de una sucursal en Yokohama para sus negocios de compraventa de arte oriental) fundó la revista Le Japon artistique, que contribuyó también a la popularización del japonismo. Bing, interesado comercialmente en el art-nouveau (en cuya génesis encontramos los ecos del ukiyo-e), facilitó la influencia de Hiroshige y Hokusai, entre otros, en el nuevo movimiento, y no fue el único, puesto que buena parte de los núcleos artísticos parisinos mostraron enseguida gran interés hacia el arte japonés. Georges Ferdinand Bigot, un pintor y caricaturista menor que, influido por esa moda del japonismo, llegó a Yokohama en 1881, se quedaría a vivir en el país durante casi veinte años, convirtiéndose en un observador satírico de la vida nipona. Las ironías de la vida: Bigot, que llega admirando la cultura oriental, se burla allí de la occidentalización que sufría Japón, que estaba importando aspectos de la cultura europea, desde la fotografía (que llega a Japón ya en 1848), hasta procedimientos pedagógicos o formas de desarrollo industrial.

james_tissot_japonismo-3.jpgEn ese gusto por lo japonés subyace la atracción por un mundo exótico, por unas formas de vida extrañas a los europeos que, sin embargo, seducen por su singularidad. El rastro de ese interés es muy abundante, desde la ópera cómica de Camille Saint-Saëns y la famosa novela de Loti, Madame Chrysantheme, hasta las obras impresionistas. Edmond de Goncourt publica a finales del XIX biografías de Utamaro y de Hokusai (quien, a su vez, se había interesado por la pintura europea), y se interroga por el origen del término ukiyo-e (que se vierte en Occidente como “imágenes de un mundo efímero”, o fluctuante, flotante, siguiendo la tradición establecida en el XVII por Hishikawa Moronobu, que si bien no crea el concepto ni el estilo, será considerado el iniciador de la escuela ukiyo-e). Monet, que fantaseaba con el parecido entre algunos pueblos noruegos y los paisajes japoneses que nunca pudo visitar, llenó su casa de xilografías japonesas, y, por su parte, Manet, cuando pinta su célebre Portrait d’Émile Zola, incluye en él una pequeña reproducción de su Olympia y otra de El triunfo de Baco, de Velázquez, pero también pone un biombo con un paisaje japonés (un pajarillo sobre una rama), y una estampa de un luchador, de Utagawa Kuniaki II, un artista japonés contemporáneo del cuadro. Y, por supuesto, encontramos el rastro del japonismo en Toulouse-Lautrec, con su admiración por Utamaro, y en Van Gogh (también coleccionista de estampas japonesas, y que en las cartas que escribe a su hermano Theo cita con frecuencia a Japón) quien, sin mayor preocupación, se inspiró en Eisen para realizar una portada de revista y copió escenas casi exactas de Hiroshige, como la estampa Kameido umeyashiki, de 1857, traducida por El jardín de los ciruelos, que el pintor holandés copió en óleo sobre tela en 1887 y lo tituló Ciruelo florido. Al igual que hizo con la hermosa Ōhashi Atake no yūdachi, de 1857, o Aguacero en Atake, también de Hiroshige, que Van Gogh prefirió titular Puente bajo la lluvia, en 1887.

La misma noción de “serie”, tan desarrollada en Japón, influirá en la obra de pintores como Cézanne. El color y la perspectiva adquirieron nuevos matices y significados después de la recepción del arte japonés en Europa, y la ascendencia del arte nipón, y más en concreto de Hiroshige, llegaría incluso a América: además de coleccionar sus estampas, Frank Lloyd Wright organizó en Chicago la primera exposición monográfica de Hiroshige, en 1906. Después, la influencia del arte japonés creció, y podemos seguirlo en la admiración de Brasaï hacia Utamaro, en el interés de Gertrude Stein por el arte oriental, y en la colección de sesenta shunga (literalmente, imágenes de primavera; en realidad, escenas eróticas y sexuales explícitas) que acumuló Picasso, algunas de cuyas escenas le inspiraron obras sorprendentes. Así, la admiración de Van Gogh por Hiroshige, uno de los artistas japoneses más relevantes del siglo XIX, no fue algo incomprensible o extraño, porque éste se convirtió en una de las fuentes orientales que más influyeron en los nuevos códigos artísticos europeos.
***
Utagawa Kunisada, uno de los más sobresalientes grabadores en madera del siglo XIX japonés, creó en septiembre de 1848 una estampa (en formato ōban, un tamaño de impresión de unos 33 por 14 centímetros) que tituló Retrato conmemorativo de Utagawa Hiroshige. En ella, puede verse a Hiroshige sentado en el suelo, con el hábito de monje que había tomado cuando cumplió cincuenta años, con la cabeza rapada y un rosario budista. Kunisada firmó la obra con la fórmula Toyokuni ga, por el nombre de un gran maestro de ukiyo-e, y con el sello que significa “la vida es sólo una nube de humo”. Algo de eso sabía Hiroshige, tan inclinado a la contemplación y al paisaje, aunque no por ello desdeñase el gusto por las actividades populares: si antes los artistas japoneses habían satisfecho sobre todo los gustos de la nobleza, desde el teatro Nō hasta los rituales samuráis, las nuevas estampas recogen aspectos de la vida cotidiana: el teatro kabuki, las diversiones del pueblo, los burdeles, el trabajo agrícola, los actores.

Parte 2


Fuente: www.rebelion.org

Artículo anteriorHiroshige, cincuenta y tres estaciones de posta (2/2)
Artículo siguienteLao Tse – Tao Te King (XXI-XXX)