Larung Gar está apartado de todo, en un valle remoto de la provincia china de Sichuán. El pueblito más cercano queda a quince kilómetros; la ciudad de referencia, Chengdú, está a doce horas en coche. Pero el maestro Jigme Phuntsok, hijo de una familia de nómadas, tenía buenas razones para fundar su academia allá arriba, a 4.000 metros de altitud, tan cerca de las nubes y tan lejos de la gente: según la tradición, aquellas montañas eran el lugar donde varios hombres santos habían alcanzado el ‘cuerpo arcoíris’, la disolución de su materia en pura luz, un nivel de conocimiento pleno que solo deja atrás restos despreciables como el pelo y las uñas.
Hoy, Larung Gar es una apretada colmena que trepa por las laderas, con un laberinto de calles estrechas en el que se afanan miles de monjes y monjas. Pero en 1980, cuando Jigme Phuntsok se asentó allí con su treintena de discípulos, el valle era un entorno de espléndida soledad, sobrecogedor en sus dimensiones y su desnudez. La intención del sabio lama era revitalizar con su centro de estudios la práctica del budismo tibetano, tan dañada por el impacto de…
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