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Encuentros íntimos con Vicente Ferrer (1/2)

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viente_ferrer.jpgHe aquí un día como otro cualquiera, de esos miles y miles de días en los que desde hace casi cuatro décadas estoy impartiendo mi clase de 21.00 a 22.00 horas en el centro de yoga que dirijo en Madrid, Shadhak. De súbito, me interrumpe la secretaria y me dice que una persona pregunta por mí. Salgo y me encuentro frente a mí, muy modestamente vestido y con una semisonrisa en los labios y la mirada clara y franca, a Vicente Ferrer.

Nos abrazamos al momento y me dice:

–He decidido pasar a verte. No te conocía en persona.

–¡Qué alegría! –exclamo–. ¡Me haces feliz!

Nos volvemos a abrazar. Me dice que hace yoga y que casi todos los días practica la postura sobre la cabeza, que le viene muy bien para obtener vitalidad y concentración. Le prometo que un día le visitaré en Anantapur (estado de Andrah Pradesh, en el sur de la India), donde vive, y tras un tercer abrazo nos despedimos y retorno a mi clase. Desde este acontecimiento han pasado veinte años. Yo había oído hablar hacía mucho de Vicente Ferrer, dada mi gran amistad con los jesuitas de la Misión Bombay, que le conocían bien, pues él había pertenecido a la orden. De Vicente me habían hablado también Federico Sopeña, Jorge Gispert Sauch y otros. Sabía que era un incansable trabajador social que hacía una labor excepcional en la India apoyando la construcción de escuelas, hospitales, maternidades y embalses, y trabajando sin descanso en las poblaciones tribales de Anantapur. Para mí Ferrer era un gran karmayogui del siglo XX dedicado a ayudar a las personas más miserables del planeta y siendo el alma de un proyecto sólido y ambicioso. Pero no me interesaba solo su faceta como trabajador social, sino también el lado más místico de una persona profundamente religiosa que abandonó la orden de los jesuitas para dedicarse más libremente a su proyecto en un polvoriento y paupérrimo rincón del mundo.

Camino de Anantapur

vicente_ferrer_ramiro_calle.jpgLo prometido era deuda, y más con este hombre que había tenido la gentileza de pasar a visitarme motu proprio. Así que en uno de mis extensos recorridos por la madre India decidí visitarle. Y desde la cuna de la tecnología india y el software, Bangalore, me encaramé a un tredsn atestado de gente y me puse en marcha hacia la localidad de Anantapur. En las cuatro horas que duró el viaje pude comprobar lo desolado de ese paisaje, la pobreza endógena de sus gentes y la fealdad de esta ciudad, que Vicente Ferrer ha hecho célebre. Como le había comunicado previamente mi visita, un jeep me estaba esperando para llevarme a su colonia: un conjunto de casitas modestas, pero muy limpias, situadas no lejos de la ajetreada y caótica ciudad. Ya en la colonia, me hospedé en una de aquellas casas. Poco después vinieron a buscarme para ir a visitar a Vicente. Residía en una de las viviendas cercanas a la entrada al recinto en compañía de Ana, su esposa y colaboradora. El abrazo de hacía dos años se repitió con mayor intensidad.

–Ahora descansa y luego hablamos –me dijo–. Ven a cenar esta noche y Ana te hará una buena cena.

–Encantado –convine–. Tengo muchas ganas de conocer los poblados de los alrededores y sus gentes.

–Te mostrarán todo lo que quieras esta tarde –explicó–. Nos vemos al atardecer. Dediqué la tarde a visitar los poblados mejorados por la labor de Vicente, los hospitales, las maternidades, los centros para discapacitados y las localidades, donde fui recibido con gran cariño y donde en mi honor se ejecutaron danzas milenarias. Ferrer había construido un buen número de escuelas. Se habían plantado más de 6 millones de árboles, levantado estructuras para el riego, promocionado la horticultura y las energías alternativas y protegido la conservación del suelo en un área condenada a la desertización. Permanecí tres noches y sus correspondientes días en la colonia y tuve la ocasión de entrevistar largamente a Ferrer. Me pidió que diera clases de yoga a los voluntarios y así lo hice, algo por lo que se sintió muy satisfecho. Esta fue una de nuestras muchas conversaciones:

–¿Cómo te definirías? –le pregunté.

–¡Caramba! Eso es difícil. Por mi profesión soy un trabajador social. Por añadidura, no digo que sea filósofo, pero sí un hombre interesado por la dimensión filosófica, religiosa y teológica de la vida. Y, sobre todo, me siento alguien inclinado a hacer el bien.

Tras una breve pausa, agregó: –Nosotros fuimos los primeros en organizar un equipo para potenciar la ecología en esta área de la India. Se escribe mucho al respecto, pero lo importante es tener manos que trabajen. Formamos un equipo de ingenieros y agricultores, y hace muchos años que nos pusimos a la labor. Por supuesto, siempre ayudamos a los más pobres y necesitados, porque son los más vulnerables.

–¡Hay tanta pobreza en la India! –exclamé condolido.
Y me dijo:

–Siendo la pobreza el mayor obstáculo para el ser humano (la pobreza que se acarrea por generaciones), hay que eliminarla. Cuando desde el futuro vuelvan la mirada hacia este siglo, no podrán comprender cómo habiendo riqueza y ciencia era posible tanta miseria. La mente humana no ha tenido la suficiente sabiduría para solucionar este problema. En el hombre hay una desarmonía interna y, si ese estado de desarmonía lo multiplicamos por millones de seres humanos, encontramos una inevitable desarmonía universal.

Parte 2: Un karma-yogui del siglo XX


Fuente: www.masalladelaciencia.es

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