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El juego de la felicidad (Parte 1)

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canica.jpgMantener una actitud lúdica en la edad adulta nos permite tonificar nuestras facultades intelectuales, alimentar el optimismo y mejorar la relación con los demás. Texto: Francesc Miralles.

Lo más importante de nuestra vida lo aprendemos jugando. A través del juego el niño aprende a erguirse y a caminar. Reconoce formas, colores y objetos. Experimenta con las palabras hasta que adquiere un dominio del lenguaje para interactuar a un nivel más profundo con las personas de su entorno.

Gracias a este deseo de conocer y poner a prueba la realidad que nos envuelve, vamos pelando capas de la cebolla hasta acercarnos progresivamente al corazón de la vida.

Algunos psicólogos evolutivos consideran incluso que la razón por la que el ser humano ha tomado ventaja al resto de animales es por su capacidad para seguir jugando en la edad adulta. Si prestamos atención al desarrollo de un gato, por ejemplo, observaremos que cuando es pequeño interactúa constantemente con su entorno. El felino de uno o dos meses corretea sin cesar por la casa, persigue presas invisibles, se enzarza en luchas a muerte con ovillos de lana, escala cortinas… Toda su vida gira alrededor del juego, que le permite conocer su entorno y sus propias capacidades. Pero cuando el gato ya es adulto, cambia radicalmente de actitud y se vuelve sedentario. Todavía es capaz de jugar por un breve espacio de tiempo si lo estimulamos, pero mayormente se dedica a comer y dormitar. Mantiene cierta curiosidad por lo que sucede a su alrededor, pero ya no necesita ponerse constantemente a prueba.

Esto es así con todos los animales, que en su infancia aprenden jugando para después anclarse a la inercia de las conductas que aseguran su supervivencia. El ser humano, en cambio, tiene la capacidad de mantener el espíritu lúdico a lo largo de toda su vida, y eso le ha permitido desarrollar el cerebro más que a ninguna otra especie.

Sin embargo, no todos los adultos hacen uso de este don que enriquece la imaginación y nos invita a superarnos. Como el gato que dormita en el sofá, muchas personas se dejan arrastrar por la fatiga y la inercia, perdiendo lamentablemente la magia del juego.

En este artículo veremos por qué es esencial recuperar esta facultad y cómo podemos revitalizar al niño curioso que habita en cada uno de nosotros.

La importancia del juego

En su libro ¡A jugar!, M.S. Brown y C. Vaughan aseguran que seguir jugando en la madurez es esencial para promover las relaciones sociales, alimentar la creatividad y hallar soluciones a los problemas que nos plantea la vida cotidiana. En palabras de estos autores:

“Los seres humanos somos la especie animal que más juega. Estamos hechos para jugar y nos hacemos jugando. Cuando jugamos, manifestamos la expresión más pura de nuestra humanidad, la expresión más auténtica de nuestra individualidad. No es de extrañar, pues, que los momentos en que más vivos nos sentimos y que acaban convirtiéndose en nuestros mejores recuerdos sean los momentos en los que jugamos.”

En la infancia jugamos para aprender cómo funciona la vida; es, además, nuestro vehículo para relacionarnos con los otros. Cuando construimos una cabaña, hacemos rodar un neumático o pintamos con ceras de colores, estamos dando forma a nuestro mundo de forma activa. Luego, a partir de la adolescencia, el juego se traslada al ámbito de la sexualidad. Volcamos toda nuestra imaginación y creatividad en la persona que nos gusta y, en lugar de inventar mundos con nuestros juguetes, llevamos el juego hacia el tablero del amor, donde los perdedores pagan un doloroso peaje cuando quedan fuera de la partida.

a para asegurar la perpetuación de la especie– se basan en un juego en el que descubrimos el cuerpo del otro y las sensaciones que somos capaces de sentir y provocar. El buen amante se reconoce, justamente, porque sabe alargarse en estos preámbulos, y la fantasía es la sal de una vida sexual a cualquier edad.

Brown y Vaughan critican que “a medida que crecemos, la gente nos hace sentir culpables si jugamos. Nos dicen que es una actividad improductiva, una pérdida de tiempo, incluso un pecado. Las únicas actividades lúdicas que realizamos, como ir a ver partidos de fútbol, suelen ser organizadas, rígidas y competitivas. A veces tenemos que trabajar tanto para salir adelante que la vida parece robarnos nuestra capacidad de jugar”.

Y, sin embargo, el juego está siempre detrás del aprendizaje y del placer. Es la base de las artes, de la literatura, de los deportes, de la diversión y, en general, de todo lo que nos asombra. Dicho de otra forma, es la base de lo que consideramos civilización.

El estado de flujo

Volviendo al ejemplo de los gatos, las peleas juguetonas de las crías surgen espontáneamente; forman parte de las reacciones naturales del animal cuando se cruza con un compañero.

En su best seller, El mundo de Sofía, Jostein Gaarder compara un gato y una persona adulta para explicar cómo la conciencia humana llega un punto en que se rige por la causa y efecto. Para explicarlo nos pone este ejemplo: si hacemos rodar una pelota delante de un gato, éste se lanzará a perseguirla sin dudarlo. El ser humano adulto, en cambio, lo primero que hará es dirigir la mirada hacia el lugar de dónde ha surgido la pelota. Es decir, busca la causa del efecto. Esta actitud nos permite aumentar nuestra capacidad de análisis pero, al mismo tiempo, querer encontrar una explicación y una utilidad práctica a todo nos roba espontaneidad y alegría de vivir.

Según los autores de ¡A jugar!, entre los beneficios del juego en la edad adulta, está que nos permite alejarnos de los problemas que nos paralizan: “Cuando estamos inmersos en algo que nos gusta, perdemos la noción del tiempo. Dejamos de preocuparnos de si tenemos buen o mal aspecto, de si parecemos listos o estúpidos. Dejamos de pensar en el hecho mismo de que estamos pensando. Al jugar con la imaginación, podemos incluso cambiar de identidad. Vivimos plenamente el momento, entramos en un estado que trasciende la conciencia ordinaria”.

De hecho, la actividad lúdica nos lleva a lo que el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi denomina “estado de flujo”. Cuando logramos trasladar el espíritu del juego a nuestras aficiones o incluso a nuestro trabajo, fluimos de tal manera con lo que hacemos que el tiempo vuela a la vez que experimentamos una profunda satisfacción.

El instrumentista de jazz que juega con su instrumento mientras interpreta un solo, al igual que el ejecutivo que busca soluciones creativas a un problema en su empresa, llega a fluir de tal manera con su actividad que prácticamente de-saparece la frontera entre el sujeto y la acción. Como el monje zen cuando medita, se entrega de tal manera a lo que está haciendo que todo lo demás –incluidas las preocupaciones– quedan lejanas como un país exótico.

Y no sólo fluye placenteramente con su actividad, sino que, como los niños que queman etapas jugando, de repente nuestros horizontes se amplían.

Según M.S. Brown y C. Vaughan: “Mientras un artista o un ingeniero está en la playa haciendo un castillo de arena, pueden ocurrírsele nuevas ideas sobre su trabajo. Una niña que juegue a servir el té puede aprender que las buenas maneras y las convenciones sociales le aportan una sensación de seguridad y de poder, y que no son algo impuesto y concebido para incomodarla. Uno no pretendía hacer estos descubrimientos, pero al jugar los obtiene espontáneamente. Cuando jugamos nunca sabemos lo que va a ocurrir.”

Parte 2


Fuente: www.larevistaintegral.com

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