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Cuentos que curan

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caperucita.gifLa milenaria medicina ayurvédica recetaba al paciente un cuento como parte de un compendio de remedios naturales. En 1794, a un niño de nueve años le tuvieron que extirpar un tumor. Mientras intentaban paliar su dolor -todavía no existían los anestésicos-, le contaron un cuento. Ese niño escribiría 18 años más tarde Blancanieves. Era Jacob Grimm. Junto a su hermano, Wilhelm, firmaría una larga lista de cuentos clásicos que hoy se siguen leyendo. Con estos dos ejemplos, la autora y psicóloga especializada en educación emocional Begoña Ibarrola responde a la pregunta de partida de este reportaje: ¿curan los cuentos?

«Quizá no puedan sanar una dolencia o remediar una enfermedad, pero son un potente digestivo para las emociones que aparecen a lo largo del desarrollo. Los psicólogos venimos utilizándolos desde hace décadas como instrumento para recrear conflictos en las consultas», explica Ibarrola. Pero, ante todo, los cuentos sirven para divertirse. Tienen una función lúdica y potencian la imaginación, que no es poco. Además, continúa Ibarrola, ese ratito dedicado a leer a los niños un cuento antes de acostarse deviene en un «encuentro emocional insustituible» entre padres e hijos. Y pone las bases para la adquisición de un buen hábito lector.

«Los cuentos son beneficiosos siempre, quizá más que en términos de salud lo son sobre todo como elementos necesario en el desarrollo integral de la madurez y la salud mental del niño», explica Carmen Martínez, pediatra de atención primaria del centro de salud San Blas de Parla, en Madrid, y miembro del Comité de Bioética de la Asociación Española de Pediatría (AEP).

Martínez insiste, sin embargo, en la necesidad de evitar una excesiva «medicalización» de los cuentos. Aunque pueden utilizarse puntualmente como instrumento para abordar problemas, estos no deben sustituir la conversación y el afecto del adulto en determinadas situaciones de conflicto que forman parte del desarrollo normal, como cuando el niño tiene miedo, le cuesta ir a dormir o dejar el chupete, o se sienten celos por la llegada de un hermanito recién nacido. «Lo más importante es tener presente que el cuento deber ser una actividad lúdica que conecta con el aspecto afectivo y emocional de la criatura», insiste Martínez, que no se muestra demasiado partidaria de diseñar un cuento para cada problema o patología concreta: «Los cuentos clásicos sirven para todo, porque tienen una trama sencilla, pero con dificultades, y un final feliz, que transmite que la vida tiene problemas, pero que siempre hay personas que te pueden ayudar y que, si te esfuerzas, saldrás adelante». La pediatra explica que el niño necesita estereotipos claros en forma de personajes, como el feo, el guapo, el malo o el bueno, que conectan con aspectos positivos y negativos que albergamos todos en nuestro interior.

Si los cuentos clásicos ya tienen ese magnífico poder, ¿por qué salen al mercado cada año nuevos cuentos dedicados a incitar la conversación sobre un conflicto en concreto?

Begoña Ibarrola, autora de relatos para combatir el rechazo -como La jirafa Timotea (SM)- o superar la culpa -como Simbo y el rey hablador (SM)-, asegura que «poner esos problemas en la piel de personajes y ver cómo los solucionan» puede ser de gran utilidad. Sin embargo, coincide con Martínez en que no se debe llevar esta estrategia al extremo. «Cuando un niño tiende a decir mentiras, no hay que leerle cada día Pinocho o Pedro y el lobo».

Ibarrola admite que «no hace falta tener un cuento para explicar el divorcio, otro para los celos, otro para hablar de solidaridad». La transmisión de valores está implícita en todos los cuentos bien escritos, tanto los clásicos como los modernos. Aunque hay emociones, como la culpa, que, según Martínez, «aparecen en nuestra sociedad y pocos relatos la abordan».

Áurea Gómez, maestra y coordinadora pedagógica de la editorial barcelonesa ING Edicions, abunda en el poder del cuento como elaborador de emociones. «Con el érase una vez, el relato huye de un tiempo y un espacio concreto, pero aporta imágenes que pueden ayudar a cambiar actitudes, porque permiten que los más pequeños se pueden identificar con ellas».

A través de este proceso de identificación, el lector encuentra una solución o estrategia para digerir y transformar una actitud concreta. Pone un ejemplo: «Un niño que siente celos de su hermanito recién nacido puede entender la envidia que siente la madrastra de Blancanieves. Al comprobar que hay alguien más que siente esa emoción, puede separarse de ella, ponerle nombre y, a partir de ahí, transformarla». Gómez considera que es juego simbólico, que no surge del interior del niño, sino de la cultura popular, formando un yo colectivo que es comprensible desde diferentes culturas.

En la actualidad, muchos padres se preocupan por el componente educativo de los cuentos, pero las expertas consultadas aseguran que lo verdaderamente preocupante es que los cuentos están perdiendo protagonismo en una sociedad dominada por las pantallas. «Estamos saturando a los niños de imágenes y otros estímulos pasivos, cuando la creatividad depende sobre todo del desarrollo de la fantasía, para la cual son ideales las palabras», insiste Martínez.

La pedagoga Áurea Gómez añade que los cuentos aportan un beneficio que no genera la televisión: «El niño construye sus propias imágenes, y este proceso es fundamental para, posteriormente, poder ejercitar una buena capacidad de abstracción». Por estos motivos, todas insisten en la necesidad de mantener la rutina de leer un cuento antes de acostar a los niños. Razones hay muchas: ese rato mágico, sin distracciones, refuerza el vínculo entre padres e hijos y proporciona seguridad a la criatura. Además pone las bases para un buen hábito, el desarrollo del amor por la lectura. «El vínculo entre el que narra y el que escucha se remonta a los orígenes de la humanidad», añade Ibarrola. Basta con volver a los ejemplos del principio.


Fuente: www.elpais.com




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