El futuro de la Gran Manzana es verde, como lo demuestran las acciones y entusiasmo de un nutrido grupo de ‘ecourbanitas’ que se han puesto a trabajar para sembrar las semillas de la ciudad que viene. Texto: Carlos Fresneda Fotos: Isaac Hernández
A la jungla de asfalto le está saliendo el musgo. El espíritu de la vieja Mannahatta, la isla de las 500 colinas, vuelve a pulular por la geometría plana de calles y avenidas, y ya no hay alcalde, especulador o constructor que lo enmiende: el futuro de la Gran Manzana, el gran laboratorio urbano del siglo XX, será necesariamente verde.
Los halcones de cola roja lo han descubierto desde el cielo y han ido extendiendo sus dominios de Central Park al Lower East Side. En Manhattan, brotan por doquier los mercados de granjeros y, en Brooklyn, una explosión de huertos urbanos traen el olor a campo hasta los tejados de la ciudad. A los confines del Bronx llegó por cierto no hace mucho un intrépido castor, al que llamaron José, por incorporarle a la ola de inmigrantes hispanos.
Nueva York está cambiando a pasos de gigante: ahí tenemos al Empire State, el coloso eficiente, pasando por una puesta al día que servirá para ahorrar el 30% de la energía. Y qué decir de los 200.000 locos de los dos ruedas que recorren los más de 650 kilómetros de carriles-bici, del millar largo de pedi-cabs o de la flota creciente de taxis híbridos.
Quienes vivimos –y padecemos– Nueva York desde dentro no somos del todo conscientes de la metamorfosis. Pero quienes llevan diez años sin morder la Gran Manzana y pisan de pronto el Green Market de Union Square, o cruzan el puente de Brooklyn en bicicleta, o suben al parque elevado del High Line, se preguntan: “¿Qué está ocurriendo en esta ciudad?”.
Nunca pisarás dos veces el mismo Nueva York: ésa es la esencia misma del lugar y ésa es la regla no escrita con la que comulga todo el que decide instalarse en este bullicio de creatividad. Más allá de los tópicos y de las modas, más allá de las campañas oficiales como New York 2030, la Gran Manzana ha cambiado gracias a la labor soterrada de un puñado de ecohéroes que están sembrando las semillas de la ciudad que viene.
Pocos han hecho tanto por iluminar el pasado y el futuro verde de Nueva York como Eric Sanderson, ecologista del paisaje, infatigable geógrafo urbano, que ha reconstruido el incomparable estuario tal y como lo viera hace 400 años el mismísimo Henry Hudson. Su investigación ha cuajado en el Proyecto Mannahatta, plasmado en un libro, una fascinante exposición y una recreación virtual en internet que permite visualizar el estado original de la isla, palmo a palmo, manzana a manzana.
“En Mannahatta había 627 especies diferentes de plantas, 233 variedades de pájaros y una biodiversidad por hectárea superior a la de Yellowstone o Yosemite”, sostiene Sanderson. Si la isla hubiera aguantado tal y como la conservaron los 5.000 indios Lenape –precursores de eso que ahora llamamos el “desarrollo sostenible”– sería posiblemente la pequeña gran joya de los parques naturales de EEUU.
Times Square, sin ir más lejos, era un estanque donde abrevaban los castores. Hasta los altos de Harlem llegaban los osos negros, y los pumas eran una presencia habitual en la fronda casi impenetable que precedió a la selva de cemento. La civilización no llegó a la tierra prometida hasta el siglo XVII.
En 1811 comenzó el proceso de reducción topográfica para construir la rejilla urbana y a mediados del siglo XIX se libró la primera gran batalla ecológica por el futuro de la ciudad… “La lucha por la construcción de Central Park fue una tremenda victoria de los vecinos de Nueva York”, atestigua Sanderson. “La decisión de preservar una gran trozo de naturaleza en el corazón mismo de la ciudad fue el mejor regalo que pudo hacerse a las futuras generaciones, y un modelo imitado luego en muchas otra partes del mundo.”
Hacemos un alto con Sanderson en el Umpire Rock, el “auténtico centro de Manhattan”. A nuestro alrededor, anclados en el lecho de roca, emergen los rascacielos como si se disputaran la mejor vista de este oasis urbano que diseñaron Frederick Law Olmsted y el Calvert Vaux… “Central Park es también un inmejorable ejemplo de lo que puede hacer el hombre trabajando mano a mano con la naturaleza”.
Sanderson ejerce ocasionalmente de explorador urbano, acompañado por estudiantes y curiosos que quieren indagar en las raíces de Nueva York, o escuchar el rumor de los desaparecidos arroyos de la ciudad. “La recuperación y el aprovechamiento de las cuencas de agua será uno de los grandes retos del futuro”, vaticina. “Las ciudades funcionarán cada vez más como ecosistemas, y la vegetación se abrirá paso entre el cemento.”
A Nueva York le queda un largo camino, sobre todo en la gestión del agua y de los residuos, pero Sanderson vaticina que la Gran Manzana será el espejo al que vuelvan a mirarse las grandes ciudades del mundo: “El consumo de energía y la huella de carbono del neoyorquino es tres veces inferior a la media norteamericana. Ahora sólo falta que la muchedumbre silenciosa que se mueve a pie, en metro o en bicicleta acabe desplazando finalmente al coche. La vida compacta del futuro se está ensayando aquí todos los días”.
Tomates en el tejado
Al otro lado del East River, en un tejado de Brooklyn, está germinando el presente de la agricultura urbana. Annie Novak y Ben Flanner han sabido sacarle todo el partido posible a esta superficie de más de 1.500 metros cuadrados, a cinco pisos de altura, en lo más alto de viejo edificio industrial y con el trepidante skyline de Manhattan marcando el horizonte.
Annie Novak, la granjera en el tejado, admite a sus 27 años que Nueva York era el último sitio que tenía en mente cuando sintió la llamada de la tierra… “Trabajé un tiempo en Ghana y también en Latinoamérica, pero siempre me atrajo poderosamente la vida en la ciudad. Lugares como Brooklyn o Berkeley son ahora el destino natural para los agricultores jóvenes que deseamos romper con las barreras artificiales entre los urbano y lo rural”.
Durante el último año, al edificio industrial de Greenpoint le ha salido una cresta de lechugas y coles, tomates y coliflores. “El acondicionamiento del tejado lo hicimos sin problemas, aunque lo más fatigoso fue subir hasta aquí arriba la tierra”, confiesa Annie, ayudada por un tropel de voluntarios de todos los puntos de la ciudad. La primera cosecha nutrió sobre todo los restaurantes locales; el sobrante se vendió a pie de obra: auténtica comida biológica y local.
El huerto en las alturas no es más que la punta visible de un movimiento de agricultura urbana comparable sólo con la explosión musical de Brooklyn, la cuna de la cultura localívora. La red de Just Food, las cooperativas de consumo y los huertos comunitarios han encontrado un inmejorable caldo de cultivo en la extensa trastienda de la Gran Manzana.
En el Village aún se conserva la tradición, iniciada en tiempos por la Green Guerrillas y continuada gracias al apoyo de ecoheroínas como la actriz Bette Midler, que salvó de la piqueta decenas de jardines comunitarios amenazados en su día por el alcalde Giuliani. En el campus de la Universidad de Nueva York, en uno de esos milagrosos vergeles que brotan en medio del asfalto, tiene precisamente su pequeña parcela Colin Beavan, más conocido como el “No Impact Man”.
Beavan se ha convertido en algo así como el último héroe de Nueva York tras completar su experimento: un año reduciendo al mínimo su impacto ecológico. Su mujer, Michelle, y su hija, Isabela, hicieron lo imposible por seguir su cura de austeridad (seis meses estuvieron sin electricidad). Lo que empezó como un reto personal –y como un producto literario y cinematográfico– ha terminado cuajando en un proyecto nacional, incitando a los americanos a que intenten emular su reto durante una semana.
“El sistema no va a cambiar si antes no cambiamos nosotros”, asegura Beavan. “Uno a uno, manzana a manzana, barrio a barrio, se puede acabar cambiando una ciudad como Nueva York. Es fácil desanimarse porque los primeros en criticarte serán tu familia, tus vecinos o tus compañeros de trabajo. Pero hay que persistir y, sobre todo, conectar”.
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