Los cuatro sellos del Mahamudra
Tai Situ Rimpoché
Los cuatro sellos del Mahamudra son conocidos también como ‘las cuatro llaves de la enseñanza del Buda’. El primero es que todas las cosas compuestas son impermanentes; el segundo, que todo lo que está corrompido (en el sentido de que se ve y se experimenta de forma distorsionada, alejada de su ser original) entraña sufrimiento; el tercero, que la realización trae la paz; y el último es que todos los fenómenos carecen de entidad independiente. Estas características están estrechamente vinculadas con las Cuatro Nobles Verdades, que son el origen de toda la enseñanza budista: la realidad del sufrimiento, la comprensión de su origen, la posibilidad de acabar con él y el camino para hacerlo.
El primer sello: todos los fenómenos compuestos son impermanentes Todo lo que ha llegado a ser a través de ‘causas’ y ‘condiciones’ es impermanente, no solo en el sentido de que algún día tendrá fin, sino porque además está transformándose de manera continua. El nacimiento se acaba con la muerte, lo bueno con lo malo, lo malo con lo bueno, la compañía con la separación, la creación con la destrucción y cualquier tipo de orden con la desorganización. Dice Milarepa:
«¡Impermanencia, impermanencia! ¡Nada hay que tenga esencia duradera!» Nada en el mundo del samsara tiene un ser permanente. Para comprender esto, fijémonos en el platanero: si le quitamos la primera capa, aparece otra; y si le despojamos de esta segunda, aparece una tercera; y así sucesivamente, hasta que llegamos a su centro… y descubrimos que es un puro hueco, no hay nada. De igual forma, en el samsara, vemos ‘cosas’ y creemos en ellas, y fundamos en esa experiencia los conceptos de ‘yo’ y ‘mío’; sin embargo no hay más que ilusión, porque nada es sólido y estable, nada permanece. Una manera de entender cómo la percepción ilusoria puede ser tomada por real es lo que sucede con los ríos. Si miramos desde un puente, vemos las ondas en movimiento, cabrilleando al sol. Volvemos al día siguiente y la percepción es la misma; incluso al cabo de un año el río mostrará idéntica apariencia. Sin embargo, como el río es una entidad compuesta por agua en movimiento, no permanece igual a sí mismo ni un solo segundo, y el agua que vimos ayer está ya en estos momentos en el océano. A pesar de ello, la impermanencia no ha de quitarnos la esperanza, al contrario; tal como lo ve Santideva en el Bodhisatvacaryava-tara:
«Usando el barco de la preciosa existencia humana, podemos atravesar el poderoso río del samsara».
Para ello hay que oír una vez más las instrucciones de Milarepa recordándonos que «No hay tiempo que perder, puesto que la vida es un proceso de destrucción constante». Billones de elementos potencialmente destructivos están al acecho para lanzarse sobre nosotros. La vida es frágil como una pompa de jabón e impredecible como la llama de una vela junto a una corriente de aire. Preciosa pero frágil, así es la existencia humana. El segundo sello: todo lo que está corrompido entraña sufrimiento Hay muchas formas de acercarse a la comprensión de este aspecto. Es evidente que cualquier acción negativa está dañada, deteriorada; pero también lo están las positivas realizadas con una motivación egoísta. Y, en última instancia, lo mismo puede decirse de cualquier acción desinteresada que se haga con una mente dualista. A estos tres niveles de ‘acciones corruptas’ corresponden tres tipos de sufrimiento: el sufrimiento puro, el sufrimiento del cambio y el sufrimiento inherente.
Los comportamientos egoístas traen consigo el sufrimiento debido al cambio, a la limitación de la felicidad. Pero ni siquiera las acciones excelentes son aptas para el logro de la felicidad absoluta, porque el ‘ego’, que es la auténtica semilla del sufrimiento, permanece en ellas.
¿Cómo trabaja esta semilla? Consi-deremos, por ejemplo, la práctica de la generosidad. Hay una distinción básica entre un acto generoso y el principio de la generosidad. El acto generoso es bueno, pero dualístico: un bien basado en la oposición a un mal. Hay generosidad porque existe el robo, igual que hay veracidad porque existe la mentira. De manera que un bien de tal naturaleza es un bien limitado en su origen y alcance. La ignorancia impregna su ser.
Hablemos, por tanto, de la ignorancia. Meternos con ella es resolver el verdadero puzzle del samsara. A menudo me han preguntado: ¿Cómo empezó todo este tinglado que llamamos el mundo del samsara? En el budismo se habla de los doce eslabones de la interdependencia; es la cadena del mundo manifestado, que se pone en marcha con la ilusión del ego.
La ignorancia es el primer eslabón, y se pone en marcha cuando no somos capaces de ver, de reconocer, ‘lo que es’; así se inicia todo el proceso. De la nada surge el ‘yo’. Y con este ilusorio ‘yo’ aparece la sensación de ‘lo mío’. ¿En qué momento se produjo este fenómeno? Siempre, a cada instante. Allá donde brota una sensación placentera, corremos hacia ella; y viceversa, en cuanto algo desagradable nos amenaza con su presencia, salimos huyendo. De esta manera el presente extiende sus lazos hacia lo que viene a continuación, creando el ciclo de las reencarnaciones.
Cada minuto, cada día, cada año, cada vida, es consecuencia de lo anterior, y todo junto constituye el ciclo del sueño de la vida. Las enseñanzas budistas nunca han afirmado que la reencarnación tenga auténtica existencia. Los seres humanos no alcanzamos a ver más que aquello que nos hace felices o nos produce sufrimiento, lo virtuoso y lo inmoral; ahí estamos. Nuestra experiencia se reduce a lo que nos transmite nuestra conciencia kármicamente oscurecida.
De modo que a la ignorancia le sigue la reencarnación constante, que es el segundo eslabón; y tras ella se perpetúa esa conciencia oscurecida que es el tercer eslabón. Este tipo de conciencia provoca que se acumule buen y mal karma. Cuando la ley del karma se activa, se consolida la tendencia a dirigirse hacia uno u otro de los seis reinos. Estamos ante el cuarto eslabón, llamado ‘nombre y forma’, que supone la aparición del ser individual. Mente, cuerpo y habla sellan su unión en esta fase.
En el quinto eslabón se completan los cinco sentidos de manera idónea al karma individual; por ejemplo, quien tenga el karma de no poseer conciencia visual nacerá ciego. En el sexto se produce la adecuación entre dichos sentidos y los objetos que satisfacen sus características. En el séptimo se produce la identificación con los objetos placenteros y el rechazo de los desagradables. Esto provoca la aparición inmediata del octavo eslabón: el apego. Del apego surge la persecución neurótica de los objetos de deseo, y el rechazo neurótico de los objetos odiados, que es el noveno eslabón. A continuación uno se atrinchera en la posesión de lo logrado, el décimo eslabón. El undécimo es el nacimiento. Y el duodécimo y último, el envejecimiento y la muerte. Y vuelta a empezar.
La reencarnación no es difícil de entender: la persona de ayer y la de hoy son básicamente la misma. De igual manera, la persona de esta vida y la de la siguiente poseen la misma inercia kármica.
Ninguna acción impura (en este sentido del que venimos hablando) está libre del primer eslabón: la oscuridad de la ignorancia y la noción del ‘yo’. Por eso afirmo de manera rotunda que todo lo que se siga de ahí conduce al sufrimiento. Y así podemos comprender la primera de las Cuatro Nobles Verdades del Buda.
Cuando el practicante budista llega a cierto nivel de comprensión, el objeto de su práctica pasa a ser la dualidad misma, que reconoce ya como la semilla de todo sufrimiento.
Fuente: www.revistadharma.com