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70 años de Bruce Lee

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lee_bruce.gif “Bewater, my friend”. Aunque algunas de sus frases han sido vampirizadas por la publicidad –como con tantos otros lemas contraculturales–, Bruce Lee fue filósofo antes que luchador. Y aunque no era menos duro que Chuck Norris, de hecho lo tumbó en uno de sus filmes, también leía a Spinoza. Un libro repasa su pensamiento e ideas cuando se cumplen 70 años desde su nacimiento.

Si bien El Pequeño Dragón, el ídolo de bambú, el artista marcial, ha pasado a la historia como un monumento al espíritu de superación -«¿Circunstancias? ¡Al diablo! Yo creo mis propias circunstancias»-, pocas figuras presentan un cuadro fundacional tan claramente enfocado a la gloria.

Por un azar derivado de la carrera artística de su padre, la Ópera China Cantonesa estaba de gira en EE UU, nació en un hospital de San Francisco. Así que no tuvo que ponerse un nombre occidental; lo hizo por él la comadrona: sería Bruce Lee.

De vuelta a Hong Kong, participaría desde los pocos meses en la industria cinematográfica -ya los seis años rodaría Birth of Mankind-. Su padre lo envió a EE UU de nuevo para sacarlo de su ambiente pandillero. Y allí pronto conocería vínculos con el mundo del espectáculo. Pero es que el arco demasiado pronunciado de sus pies lo libró de una mili que habría truncado su carrera y una cinta en Super 8 de una de sus demostraciones llegó pronto a manos del productor de la serie televisiva de Batman, que le propondría un papel.

Todo en Lee es lucha y superación, pero también una suerte intermitente que algunos llamarían destino. «No busques, pues vendrá cuando menos lo esperes» (Buda).

Filosofía de gimnasio

Ahora que se cumplen 70 años de su nacimiento, un museo de Hong Kong ofrece una exposición con sus objetos personales, una película sobre su vida está en preparación y, en España, un seguidor suyo, Marcos Ocaña, que ya escribió una biografía titulada Bruce Lee. El hombre detrás de la leyenda, ofrece ahora El guerrero de Bambú (T&B editores), sobre su pensamiento.

Porque, más allá de eslóganes publicitarios, y aunque parezca mentira en una figura que saltó definitivamente a la fama del mundo occidental cachete con cachete junto a nada menos que Chuck Norris -aquí cabe decir que éste es un profundo cristiano, que ejerce de evangelizador con libros y conferencias-, Lee entendía las artes marciales como una forma de enfrentarse a la vida, que postuló con el Jeet Kune Do, una suerte de subestilo de kung-fu y un «medio de auto expresión honesta y sincera llevado a cabo con técnicas simples, directas y efectivas».

El Pequeño Dragón era un intelectual urraca -en el buen sentido-, que tomaba los pensamientos más brillantes y los aplicaba a su existencia. Desde «La vida es un viaje, no un destino» de Ben Sweetland hasta «La clave de la inmortalidad es vivir primero una vida que valga la pena recordar», de San Agustín.

Porque la vida de Bruce Lee es una película en sí misma: sacado de la mafia china y emigrado a EE UU, allí practicaba con un maniquí de madera en el restaurante Ruby Choe, conoció a famosos -lo adoraban James Coburn o Steve McQueen-, se volvió tan o más cool que ellos, le diagnosticaron una lesión que lo apartaría del cine y de la lona, la superó y se convirtió en una estrella internacional, con sus teorías orientales y su peinado mop top tan beatelesco, para morir, de forma súbita, a los 32 años y en extrañas circunstancias.

Lee bebía de todo tipo de fuentes, desde el pensamiento taoísta de sus ancestros hasta el de Hegel, Marx y Spinoza que aprendió en la Universidad de Washington, donde se licenció mucho antes de ser una estrella.

Su primer libro

De hecho, antes de las películas de juventud que lo convertirían en una celebrity primero en China y luego en el mundo, ya había escrito un libro: The Philosophical Art of Self Defense: «[La espada] no es para matar a cualquier ser, sino nuestra propia codicia, rabia y sinrazón. Está dirigida hacia nosotros mismos» (D. T. Suzuki).

El artista, que esgrimía el kung-fu como vía a la paz interior e, incluso, como forma de orgullo nacional -en contraposición al judo japonés, por ejemplo-, se enfrentó al mal uso de sus artes durante la filmación de su película estrella, Operación Dragón, que finalizó en abril de 1973, meses antes de fallecer. Los extras de la película, algunos contratados de la Tríada China, lo retaban detrás de las cámaras. El protagonista respiraba hondo y no contestaba, salvo en alguna ocasión contada.

El título de la cinta inconclusa que dejó, junto al jugador de Los Angeles Lakers Kareem Abdul-Jabbar, del que era un gran amigo, era premonitorio: El juego de la muerte. Lee se convirtió en un símbolo de lucha y de paz, dos conceptos antagónicos, que no lo son tanto.

Al morir, su país quiso explotar su legado, remontando deforma infame alguno de sus filmes, contratando a luchadores que se le parecían vagamente o incluso poniéndole una careta con su expresión a otros. Pero su importancia quedó esculpida en un monumento lejos de sus tierras. Lo explica Ocaña: en noviembre de 2005, se destapó en el parque de Mostar, la mayor ciudad d e una Bosnia dividida entre católicos y musulmanes, la primera estatua con su figura del mundo.


EL LIBRO

‘Bruce Lee. El guerrero de bambú’

Marcos Ocaña

T&B

El autor, también profesor de artes marciales, tira de hemeroteca, bibliografía, pero también del testimonio directo de los que conocieron a la estrella.

EL FILME

¿Por qué daba patadas El Pequeño Dragón?

Aunque existe otro filme, criticado por demasiado hagiográfico y ensalzador, está en marcha un nuevo ‘biopic’ sobre Bruce Lee, auspiciado por su propia familia. Su estreno estaba previsto para el próximo noviembre y estaba concebido como trilogía. La saga, se supone, se centrará más en la personalidad del genio que en sus golpes.


Por: Miqui Otero

Fuente: www.adn.es

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