Más de 30 años de democracia no han conseguido hacer de la educación una prioridad para los españoles. Este fracaso es dramáticamente constatable. Todos los gobiernos de la democracia han tratado de mejorar la educación, pero lo cierto es que no lo han conseguido. Este fracaso es, en primer lugar, achacable a la sociedad española en su conjunto y, en segundo lugar, al cúmulo ininterrumpido de leyes educativas emanadas de nuestro Parlamento sin el suficiente consenso y acuerdo mayoritario.
Desde hace muchos años, en las encuestas de opinión del CIS no se refleja una preocupación prioritaria por el estado de nuestra educación. Si a ello añadimos el fracaso histórico del liberalismo en España y el autoritarismo secular de la peor tradición patria, que ha hecho confundir hasta la saciedad autoritas con autoritarismo y potestas con un «viva Cartagena» permanente, estaremos en disposición de entender mejor este posmoderno hedonismo atrabiliario de la sociedad española, este desentendimiento respecto a la prioridad de la educación como motor de nuestra economía, sustento de nuestra democracia e instrumento privilegiado de mejora general de la convivencia, la concordia y el diálogo.
Pero si no mejoramos la educación, España no saldrá con bien de la actual crisis económica. Y tampoco lograremos encauzar una abulia general de siglos en lo concerniente a la perfección racional de la sociedad española.
Exceptuando el artículo 27 de nuestra Constitución -que proclama el derecho y la libertad de la educación en España- no ha habido en toda la democracia un acuerdo legislativo de carácter general y vinculante de los partidos mayoritarios en nuestro país, PP y PSOE. La tríada LOGSE, LOCE y LOE son manifestación clara de ese espíritu un tanto tribal que ha hecho imposible un verdadero diálogo educativo en las políticas mayoritarias referidas a materia. Todo ello, junto con la indiferencia general de grandes sectores, incluso supuestamente ilustrados, de la sociedad española, ha contribuido a una paulatina degradación de la calidad del sistema educativo español que es hoy resaltada por diversos organismos internacionales, y no negada por nadie en su juicio.
Ni las reformas «progresistas», imbuidas de cierto aroma al Emilio de Rousseau, ni aquello que el PP denominó vuelta a la tradición histórica de los valores educativos, han hecho posible una consideración mayor de la importancia de nuestra educación. Y unas y otras, además, han contribuido a un claro enfrentamiento político resuelto con leyes educativas de ida y vuelta parlamentaria. Si a ello sumamos, el enfrentamiento, escasamente constitucional, entre autonomías y Gobierno central en materia educativa, obtendremos claro juicio de lo sucedido en estos años en torno al bien esencial para la democracia que es la buena valoración de la educación como legado histórico de la nación española a través de lo mejor y más fecundo de su cultura y del entramado cronológico de sus generaciones.
Burke y Larra estarían de acuerdo con lo expuesto. Nosotros nos hemos decidido a ignorarlos a ambos con igual saña y absurda ignorancia compartida.
Los valores que hacen posible la auténtica calidad educativa han estado normalmente ausentes del panorama político y social hispano. Son estos el cultivo del aprendizaje, el esfuerzo individual y colectivo para ello y la exquisitez de la excelencia. Junto con la práctica del diálogo individual y colectivo, cultural, pedagógico y político, esencia misma de la democracia europea. La democracia es paidea, educación. Si no es esto, antes o después, aparece yerma y condenada a una paulatina depauperación pública.
No es hora de ensayar nuevas leyes educativas generales. Ya han sido hechas todas. Lo que España precisa es un profundo diálogo educativo… y algo más: una conciencia mayor que la actual de la sociedad española respecto al valor intrínseco de la educación.
La salida de la actual crisis económica de España será peor y más compleja si descuidamos la calidad y valoración de nuestra educación. España no tiene futuro si no la mejoramos en tres sentidos: aumento de los conocimientos disciplinarios de nuestros estudiantes; valoración de la tradición histórica que somos, y un decidido apoyo a la ciencia, a la innovación y al conocimiento.
Todo ello mejorando de forma sustancial nuestra formación profesional -verdadero quicio de nuestras insuficiencias históricas en materia educativa desde la Ley General de Educación de 1970- y un denodado esfuerzo por modernizar, mejorar y llevar a buen puerto el proceso europeo de Bolonia en nuestra Universidad.
Pero nada de todo ello será suficiente, aún siendo absolutamente necesario, sino recuperamos el espíritu humanístico y liberal, dialógico y profundamente democrático del logos griego, si no emprendemos, tras las diversas «posmodernidades», una vuelta a la tradición histórica que somos.
La sociedad española se debe a sí misma un esfuerzo colectivo, un esfuerzo que comprometa a todos, para lograr una mejor democracia, que es tanto como aspirar al bien más preciado que el cultivo de nuestro logos puede ofrecernos: educación, formación, más libertad.
Fuente : Joaquín Calomarde por El Pais