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A los 40 años de la «Pacem in Terris»…

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PAZ EN LA TIERRA

«PACEM IN TERRIS»


Pacem_terris.gifA los 40 años de la «Pacem in Terris», cómo leerla desde América Latina
El lema para la paz del 1º de enero se refería a los 40 años de la encíclica «Pacem in Terris» de Juan XXIII mientras en el horizonte mundial se levantan nuevamente vientos de guerra. Por eso dedicamos este Tema Central al tema de la paz.

En 1961 se había construido el muro de Berlín. Estábamos en plena guerra fría. El 11 de octubre de 1962, Juan XXIII inauguraba el Concilio Ecuménico; en esos días viajaban hacia Cuba misiles soviéticos y la posibilidad de una guerra hizo pensar al papa en la suspensión del Concilio. El 25 de octubre el papa lanzó por Radio Vaticano un llamado a la paz y en esos días Nikita Kruschev mandaba cambiar el rumbo de las naves evitando así el peligro próximo de una guerra. A comienzos de 1963, Juan XXIII, le manifestó a mons. Pavan (considerado el principal redactor de la «Pacem in Terris») su satisfacción por haber contribuido a salvar la paz y le dijo que dado que cuando él hablaba de paz los hombres le prestaban atención, era para él un deber retomar el tema por escrito e iluminarlo desde la razón y la fe con un lenguaje simple, esencial, accesible al hombre de la calle, indicando cuál es la paz auténtica y los caminos para encontrarla. Fue así que la «Pacem in Terris» (= La Paz sobre la Tierra), firmada por el papa el 11 de abril de 1963, fue un documento signado por la ocasión, la oportunidad y la necesidad ante un hecho de tanta trascendencia como fue la crisis de los misiles soviéticos en Cuba que dejó al mundo a un paso de la guerra nuclear.

La «Pacem in Terris» es la encíclica que tuvo mayor resonancia mundial, más que todos los documentos pontificios del siglo veinte. Comentada en todos los foros internacionales, comenzando por la ONU, donde su secretario general le dedicó una sesión especial, marcó también el momento cumbre del Concilio entre la primera y segunda sesión cuando se maduraron los grandes cambios de la Iglesia. Fue escrita muy poco antes de la muerte de Juan XXIII y puede considerarse su testamento.

¿Tiene todavía vigencia hoy este documento, en especial para América Latina? Evidentemente, el mundo ha cambiado. Entre otras muchas cosas, ha terminado la guerra fría, han entrado en crisis las ideologías, ha desaparecido el bloque soviético y se ha instalado un nuevo orden mundial marcado por el neoliberalismo. Pero las guerras han continuado y continúan. El grito lanzado en la ONU por el papa Pablo VI («Nunca jamás la guerra») en la huella dejada por Juan XXIII, fue un grito esperanzado… pero sin respuesta. Creemos, sin embargo, que la visión profética de Juan XXIII en sus orientaciones fundamentales sigue siendo hoy extremadamente válida y actual.

NUEVA VISIÓN DE LA IGLESIA

Con esta carta se dio un vuelco profundo en la teología y en la pastoral de la Iglesia. No hay aquí tan solo una nueva óptica de la paz, sino una nueva eclesiología. Por primera vez una encíclica se dirige a «todos los hombres de buena voluntad», es decir a los que están animados por el deseo sincero de buscar la verdad y no sólo a los cristianos. La Iglesia estaba en aquel tiempo influenciada por la idea de que fuera de la Iglesia no había salvación. La encíclica, por el contrario, se abre a todo el mundo, en un lenguaje llano y familiar. El nuevo fundamento es la distinción entre el error y el que yerra (n. 158); también el que yerra conserva sus derechos y su dignidad y tiene que ser reconocido y tratado según esa dignidad. El papa también hace una distinción entre los sistemas filosóficos y los movimientos históricos que los encarnan (nn. 159-160); antes de que pasaran veinte años, el derrumbe del sistema soviético confirmó la profecía de Juan XXIII.

La encíclica es una carta escrita en diálogo con el mundo moderno partiendo de valores humanos universalmente reconocidos como la verdad, la justicia, la libertad, el amor; es el cuadrilátero sobre el cual el papa Juan apoya la paz. Efectivamente, la experiencia ha demostrado en América Latina que después de salir de prolongadas y crueles guerras civiles, una sociedad reconciliada sólo es posible en un clima de libertad democrática, de búsqueda de la verdad sobre los hechos ocurridos, de justicia frente a la violación de los derechos humanos y en último término, de clemencia. La carta no fue escrita en el estilo de un maestro sino en el de un hermano, no acudiendo a la imposición sino a la persuasión. Así el «Papa Bueno» invita a los católicos a colaborar con los demás cristianos y con todas las personas para construir juntos una historia común. La Iglesia no pretende arbitrar o juzgar, sino peregrinar junto con los demás dando un testimonio de comunión, servicio y esperanza.

Con esta carta Juan XXIII se aleja de los problemas internos de la Iglesia; se pone al servicio del ser humano en cuanto tal y no sólo de los católicos, defiende ante todo los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia. De una Iglesia replegada sobre sí misma y atrasada, el papa lleva a la Iglesia a asumir una postura profética que interpreta con audacia los designios de Dios para nuestra época.

Leyendo la encíclica desde América Latina nos interesa destacar, por la incidencia que tuvo entre nosotros, su cambio metodológico. Se pasa de un método deductivo a un método inductivo que parte del análisis de la realidad para desde allí descubrir los signos de los tiempos; en realidad, es un cambio teológico. La historia llega a ser un «lugar teológico» es decir, un lugar de encuentro con Dios al que se llega a través de la lectura de los signos de los tiempos. En esa misma línea serán redactados otros documentos fundamentales como la Gaudium et Spes, la Populorum Progressio, Medellín y Puebla, a través de la que comúnmente se llama metodología del «ver, juzgar, obrar». Por lo tanto, puede decirse que la llave de lectura de la Pacem in Terris es la expresión bíblica «Signos de los tiempos» (Mt 16,3) por la cual se pone de manifiesto que Dios, Señor de la historia y luz de las naciones, sopla su Espíritu «por donde quiere» (Jn 3,8) y habla más allá de la misma Iglesia.

Para Juan XXIII estos signos de los tiempos se resumen en un camino de liberación y promoción para los trabajadores (n. 38), para las mujeres (n. 39), para los pueblos del Tercer Mundo (n. 40) en el contexto de una lucha común por los derechos humanos y la superación de una lógica belicista a través de la organización jurídica de una comunidad internacional que garantice la paz (n. 137)… También la Iglesia latinoamericana ha seguido las huellas de Juan XXIII escudriñando los signos de los tiempos para responder a las angustias y esperanzas de los pueblos del continente con un discurso de fe y una praxis de liberación.

DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA SOCIAL

Como principal e insustituible fundamento ético de la paz, la Pacem in Terris pone la dignidad y los derechos de la persona humana. Es un elemento novedoso y sumamente importante ya que la Iglesia por mucho tiempo no había reconocido explícitamente los Derechos Humanos. Y se invoca además una fuerte salvaguardia de estos derechos por parte de una autoridad mundial; entre líneas la encíclica sugiere que ha llegado la hora de pasar de la ONU de los poderosos (de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, en la que continentes enteros como América Latina y África tienen muy poco peso en las decisiones mundiales) a la ONU de los pueblos (en el documento se habla de «comunidad de los pueblos», n. 125).

Para la Iglesia de América Latina ha sido fundamental en estos años la lucha por los Derechos Humanos, no sólo por los derechos civiles sino por los económicos y sociales, no sólo por los derechos individuales sino por los derechos de los pueblos y las culturas. Hoy no hay más dictaduras militares, pero la miseria, el hambre, la desocupación y la exclusión social han aumentado y la lucha por garantizar el derecho de todos y todas a la vida, a la salud, al trabajo, a la educación es más que nunca impostergable.

Es la primera vez que de una forma tan explícita se desarrolla por parte de la Iglesia la doctrina de los Derechos Humanos en plena coincidencia con la Declaración de los Derechos del Hombre de la ONU (nn. 126-129). Pero argumentando más en profundidad, el papa afirma que quizás el problema mayor para la paz es la injusticia estructural que hay entre comunidades políticas económicamente desarrolladas y comunidades políticas económicamente subdesarrolladas.

El Papa, con este pensamiento, ya intuía que el verdadero muro que separaba a los pueblos no era el de Berlín sino el que se había levantado entre los países del norte y los del sur del mundo.

Según varios estudiosos el Concilio Vaticano II no fue propiamente un Concilio universal, sino un Concilio de los obispos de Europa occidental. Las Iglesias del Tercer Mundo contribuyeron muy modestamente al Concilio y sus problemas fueron ignorados. Juan XXIII había dicho que «frente a los pueblos del Tercer Mundo la Iglesia es y quiere ser la Iglesia de todos, pero sobre todo la Iglesia de los pobres». A pesar de las intervenciones del card. Lercaro, la Iglesia de los pobres quedó afuera del Concilio. Pero fue sobre todo la Iglesia latinoamericana la que llevó adelante el deseo de Juan XXIII explicitado en esta encíclica, comprometiéndose en una opción pastoral colectiva a favor de los pobres y de sus causas. De una «Iglesia en el mundo» (Gaudium et Spes) que se abre a una visión positiva del mundo actual, se pasa a una «Iglesia de los pobres» (Medellín) donde el apoyo a este mundo moderno se transforma en un apoyo crítico por considerarlo responsable en gran medida de la explotación de los países pobres.

Después de Medellín surge la «Teología de la Liberación» que insiste en la conexión causa-efecto entre una acumulación cada vez más escandalosa de la riqueza en las manos de unos pocos y la miseria creciente de las multitudes. Es un hecho dramático y humillante que dos tercios de la humanidad vivan desnutridos y en la miseria frente a un tercio opulento cuando es sabido que es posible alimentar hoy no sólo a cinco mil millones de habitantes sino hasta 50 mil millones (C. Clark en «Population Growthe and Land»). La Iglesia ha reconocido implícitamente este análisis de la Teología de la Liberación cuando adjudica las causas principales del hambre y de la miseria a una enorme injusticia estructural que responde a lo que llama «estructuras de pecado» o «mecanismos perversos» y que en los últimos documentos identifica con la ideología del neoliberalismo. El desafío del futuro ha sido bien expresado por el norteamericano Paul Kennedy: «Es inconcebible que los americanos y los europeos con el 10% de la población mundial puedan constituir en el próximo futuro verdaderas islas de prosperidad en un mundo de pobreza y malestar social».

La respuesta de la Iglesia en América Latina a la «violencia institucionalizada» y a la injusticia estructural que ha causado tantas guerras, ha sido fundamentalmente una: la opción preferencial por los pobres. Esta opción le ha causado muchos mártires y muchas incomprensiones porque más allá del rol tradicional de la mediación, le ha significado en muchos casos jugarse al lado de las víctimas; perdiendo alianzas y poder, pero adquiriendo autoridad moral. Más allá de errores y excesos, que los hubo, la Iglesia ha dado y sigue dando en general una respuesta valiente a la Pacem in Terris en la línea de la lectura de los signos de los tiempos, del compromiso con los derechos humanos, de la lucha por la justicia y la solidaridad y a través de una evangélica opción preferencial por los pobres. Pero esta carta de Juan XXIII… ¿no es inspiradora de nuevos compromisos frente a la problemática actual de la guerra?

OPCIÓN POR LA NO VIOLENCIA

Hay un salto cualitativo en ésta que es la primera elaboración positiva de una teología de la paz y de los caminos concretos para instaurarla, después que por siglos la Iglesia sólo se había preocupado por fijar las condiciones de una guerra justa y la legitimidad ética y jurídica de la guerra. En esta encíclica se afirma en contra de prejuicios milenarios que la paz mundial es posible, es un deber y se puede construir entre todos. No es un dato menor superar el concepto de la inevitabilidad de la guerra, considerada en el pasado como un hecho fatal debido al poder del pecado. La conciencia cristiana no acepta más la guerra como instrumento apto para resolver conflictos. En el campo doctrinal la promoción de la paz y no la legitimación de la guerra es la preocupación del pensamiento cristiano en nuestra época. Hoy la Doctrina Social de la Iglesia ya no busca humanizar la guerra como en el pasado, sino desterrarla.

El papa Juan declara la inutilidad de la guerra para dirimir los conflictos entre naciones (nn. 126-129). Sus reservas frente a la carrera armamentista y la estrategia defensiva de disuasión (nn. 109-119) causaron un profundo impacto, no sólo dentro de la Iglesia sino sobre todo fuera de ella. El compromiso de la lucha por la paz exigido a todos pero sobre todo a los cristianos, sacudió a los ambientes católicos tradicionalmente reacios a este tipo de compromisos. Y sin embargo, era volver al Evangelio. Es que la repulsa de la violencia por parte de Jesús fue tan drástica que los primeros cristianos no sólo se negaban a participar en la guerra sino inclusive a enrolarse en los ejércitos. Tertuliano dijo terminantemente que «Cristo, al desarmar a Pedro, desarmó a todos los cristianos».

Después que la religión cristiana pasó a ser religión de estado, hubo un progresivo abandono del pacifismo; se trataba de defender la Cristiandad frente a los bárbaros. La Cristiandad consideró inevitables las guerras pero se propuso reglamentarlas, con el fin de reducir en lo posible sus males. A partir del siglo IV se empezó a elaborar la teoría de la «guerra justa» hasta que santo Tomás la formuló así como llegó hasta nosotros con sus cláusulas. En el siglo XI se dio el último paso convocando a las cruzadas primero contra los cátaros (= los puros) y después contra los «infieles» musulmanes, dando por cierto que cuando la guerra se hace en nombre de Dios y el enemigo está de parte del diablo, es legítimo exterminarlo. Pero siempre hubo grandes profetas que se opusieron a las guerras como Francisco de Asís o Bartolomé de las Casas que definió la guerra contra los indios como «un homicidio y un robo generalizado». En los tiempos modernos la guerra civil española, la guerra de Corea, la de Vietnam y entre nosotros la de las Malvinas… han sido consideradas cruzadas en defensa de la civilización cristiana y del catolicismo.

El Papa Pío XII consideró «justas» sólo las guerras defensivas (frente a una agresión injusta), nunca las guerras ofensivas (por evidente que fuera el agravio cometido).

El Concilio ignoró la teoría de la «guerra justa» e implícitamente invitó a superarla al proponernos «examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva» (Gaudium et Spes n. 80) y a buscar medios defensivos pacíficos. Sugirió además «preparar aquella época en que, gracias al acuerdo entre naciones, se podrá prohibir totalmente el recurso a la guerra» (n. 82). Fue, sin embargo, Juan XXIII en la Pacem in Terris quien volvió a retomar el camino del pacifismo cristiano afirmando: «En nuestra época que se jacta de poseer la energía atómica, resulta irracional sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (n. 127). Una afirmación tan grave fue enseguida suavizada en la traducción italiana del Osservatore Romano con estas palabras: «… por lo cual resulta casi imposible pensar que en la era atómica la guerra pueda ser utilizada como instrumento de justicia». En el mismo documento el papa afirmaba la obligatoriedad histórica del desarme total como una «característica del Reino de Dios» y desarrollaba la tesis de la indivisibilidad de la paz, para lo cual todos deben colaborar.

MOVIMIENTO PACIFISTA CRISTIANO

Desde la nueva sensibilidad existente gracias al movimiento pacifista también a nivel de Iglesia, crece la convicción de que hoy ninguna guerra es justa, sobre todo por el tremendo poder de destrucción de las armas modernas que golpean fundamentalmente a los civiles. Para evitar la impunidad del agresor injusto, la legítima defensa debe darse por otros medios no violentos y a través de la ONU cuya reforma se pide a fin de que se transforme en una verdadera autoridad mundial con su policía internacional. El concepto de «guerra justa» ha servido para legitimar todas las guerras que hubo en el pasado y las condiciones para una guerra justa nunca se han respetado por impracticables (por ejemplo, que no se mate a civiles y a inocentes).

Todas las guerras son presentadas por quienes las promueven como guerras justas. Hoy ha desaparecido además toda proporción entre los daños de una guerra y el fin que se pretende defender, sea cual fuere. No hay guerra hoy, por limitada que sea, que no entrañe peligro de destrucciones masivas. Víctimas de las guerras son sobre todo los países más pobres. Se habló del «fin de la guerra fría» pero esa guerra en realidad se hizo en el Tercer Mundo. Se habló muchísimo de la Guerra del Golfo porque allí estaba el petróleo y de la guerra en la ex Yugoslavia porque se trataba de países europeos, pero las verdaderas, las más largas y crueles guerras, olvidadas por todos, se han hecho en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Perú, Colombia…, sin contar las guerras permanentes que hay en África y cuyas armas provienen de los países centrales. El «nuevo orden internacional» no busca la interdependencia y la solidaridad entre el norte y el sur (las guerras al narcotráfico y al terrorismo son banderas que cobijan variados intereses) sino el dominio del norte sobre el sur, a través del neocolonialismo económico y la venta de armas.

Tal como lo sostuvo Juan XXIII, no se puede confiar una causa, aunque sea justa, a instrumentos irracionales como la guerra. En la misma línea profética, Juan Pablo II condenó sin ambigüedades la Guerra del Golfo, definiéndola como «obra de inaudita violencia e inútiles estragos» y rechazó asociar al Vaticano a la alianza de los poderes atlánticos en la guerra de Bosnia. En Hiroshima (25-2-81) el Papa manifestó estos conceptos que repitió varias veces, por ejemplo, en ocasión de la guerra de las Malvinas: «Hacer la guerra hoy no es inevitable ni irremediable. La humanidad está obligada a resolver las diferencias y los conflictos por medios pacíficos». Juan Pablo II fue el primer papa que condenó todas las «guerras santas» y que promovió entre las religiones mundiales el rechazo a la guerra hecha en nombre de Dios.

Después del atentado del 11 de setiembre de 2001 a las Torres Gemelas, el papa condenó la masacre y pidió «evitar que las armas de destrucción siembren nuevo odio y nuevas muertes». Retomó además el discurso de fondo de la Pacem in Terris recordando las responsabilidades de los países ricos y la necesidad de cambios en los criterios que rigen la política y la economía mundial. Ni la enorme fuerza militar ni el escudo estelar podrán proteger a Estados Unidos que hoy ejerce una indiscutible hegemonía en el mundo. Urge una política de mayor atención hacia América Latina, de rescate de África, de acercamiento y diálogo con los países y culturas del Islam.

La teología de la paz está unida a la teología de la liberación como la otra cara de la misma medalla. Se trata de «construir» la paz en la óptica de las Bienaventuranzas enseñadas por Cristo que declara dichosos a los pobres y a los que tienen hambre y sed de justicia. Si Cristo quiere que sus discípulos vayan por el mundo sin alforja y sin bastón (Lc 9,3) es porque la pobreza y la no violencia no son facultativas para el cristiano: son esenciales a su misión.

EDUCAR PARA LA PAZ

Escribía Einstein: «La potencia del átomo lo ha cambiado todo, menos la manera de pensar de los hombres». Sin embargo, el movimiento pacifista ha logrado cuestionar el principio mismo de la guerra, el servicio militar obligatorio (cada vez más en el mundo se difunde la objeción de conciencia al servicio militar), el pago de impuestos por los gastos militares, el militarismo y la misma lógica militar que ve en un ser humano a un «enemigo» que hay que eliminar. El Papa Juan Pablo II hablando a los científicos que trabajan en el campo de la investigación bélica les dijo: «Deserten de los laboratorios de la muerte». Así como la humanidad ha dejado de lado definitivamente ciertos delitos contra la vida (sacrificios humanos, esclavitud, juego de gladiadores, el duelo y en muchos países, la pena de muerte) hay que lograr eliminar la guerra (esa «inútil masacre», como decía Benedicto XV).

Las Fuerzas Armadas en América Latina son tradicionalmente un gran factor de poder, insumen en el presupuesto nacional una suma mucho más importante que la educación y la cultura; son en la sociedad una fuerza conservadora y verticalista sin un servicio social concreto. La famosa Escuela de las Américas creada por Estados Unidos formó a más de 50 mil oficiales latinoamericanos que integraron después las peores dictaduras de estas últimas décadas. La superación de esta situación en vista de una transformación progresiva de las Fuerzas Armadas en cuerpos de protección o defensa civil no violenta, será una tarea larga y difícil. Hay que educar para la paz y terminar con la retórica de la defensa de la patria a través de las armas.

La patria se defiende con el trabajo, con la responsabilidad y la honestidad, con la justicia social, protegiendo a los más débiles, buscando la solidaridad. Los textos escolares son todavía sustancialmente historias de guerras (la paz figura más bien como una serie de breves paréntesis). Los personajes más importantes son militares, las fechas más importantes son fechas de guerras. Hay que crear toda una pedagogía de la paz que por otro lado tiene la contra de demasiados programas televisivos que son verdaderas apologías de la violencia donde el héroe y el valiente es el que mata y todos los medios son buenos para llegar a ser ganadores.

Hay que terminar de llamar «heroísmo» lo que es matanza entre hermanos, por lo general de jóvenes que son usados como chivos expiatorios. Tenemos sobrados ejemplos en nuestra época de luchadores como Gandhi, Luther King, los obreros polacos y entre nosotros las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, las marchas del silencio, los «sin tierra» de Brasil etc., que han sabido mover la conciencia de millones de personas no mediante guerras inhumanas e inútiles sino a través de luchas no violentas a favor de los derechos humanos y de la paz y que han llegado a transformar la realidad. Justamente en Porto Alegre (Brasil) ha surgido un movimiento mundial que mira a construir una nueva globalización de manera no violenta.

El papa Juan XXIII en la Pacem in Terris invitó a luchar contra el militarismo y por el desarme afirmando que «si éste no es absolutamente completo y no llega hasta las mismas conciencias» (n. 113), la paz será imposible. Es un escándalo intolerable que en el mundo se gasten más de un millón de dólares cada minuto en armas, ante los ojos de una humanidad hambrienta; un tanque de guerra moderno equivale al presupuesto anual de la FAO, la organización de la ONU que se preocupa por el hambre en el mundo. Los cristianos seremos juzgados por nuestras omisiones y por no levantar la voz; es que el Evangelio nos llama a ser la conciencia activa, aunque molesta, de la no violencia.


Primo Corbelli
Lunes, 1 de Diciembre de 2008

Fuante Umbrales

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