Gaspar Ruiz-Canela Wangthong (Tailandia), 22 jul (EFE).- Una pequeña celda sin aire acondicionado y levantarse antes del alba no parecen las vacaciones ideales, pero son las incomodidades que cientos de turistas eligen para practicar meditación en los templos budistas de Tailandia.
Muchos de ellos son jóvenes que cuelgan las camisetas de tirantes y los bañadores durante siete o diez días para someterse a la estricta y recatada disciplina monacal que exige la práctica de la meditación.
Aunque la mayoría suele terminar los cursos con una sensación de serenidad y paz mental, también hay quienes no sobrellevan bien las privaciones o, simplemente, se marchan del templo antes de terminar la instrucción.
«El primer día alguien me quitó el cojín para meditar, mientras que otros tenían hasta cinco», explica a Efe Alberto, un expatriado español que decidió dedicar diez días de sus vacaciones a practicar meditación en el templo Suan Mokkh, en la sureña provincia de Surat Thani.
Los meditadores de este templo, situado en un paraje natural de frondosa vegetación, viven rodeados por las túnicas azafrán de los monjes y las figuras doradas de los budas.
Un sonido de campaña despierta a las cuatro de la madrugada a los estudiantes, quienes duermen sobre camas de madera en pequeñas celdas con barrotes en las ventanas.
«Por la noche cerraban la puerta con llave. Y si no escuchabas la campana en la primera llamada, también te quedabas encerrado hasta la hora del desayuno, dos horas más tarde», relata Alberto, de 34 años.
«Decían que era por nuestra seguridad, pero imagina que hay un incendio», se queja.
Al ingresar en el templo, los estudiantes firman un documento en el que se comprometen a pasar diez días en silencio, que sólo pueden romper para resolver algún problema con la dirección, y llevar una vida frugal, con sólo dos comidas diarias antes del mediodía.
No se permite beber alcohol, ni fumar, ni teléfonos móviles, ni libros, y los chicos y las chicas viven separados para evitar el contacto con el sexo opuesto.
Al quinto día, Alberto decidió marcharse porque se encontraba incómodo con el resto de los meditadores, que, en su opinión, actuaban de forma egoísta y no cumplían las normas.
«Los responsables del templo hicieron todo lo posible para que no me marchara, me dijeron que no me encontraba estable emocionalmente y, cuando los convencí, tuve que esperar dos días hasta que me devolvieron mi pasaporte y mis objetos personales», afirma.
Otros meditadores con mejores experiencias aseguran que cuando terminan el curso afrontan la vida con optimismo y los problemas, con más tranquilidad.
«Ya sé que contado así suena a tortura china, pero yo repetiría, la experiencia», asegura Carmen, que también pasó por este templo.
Fuente: www.abc.es